Do Viento Sur, 08 de Novembro, 2019
Por Myriam Désert
[En estos tiempos de recapitulación de la unificación alemana, Myriam Désert, profesora emérita de la Sorbona que estudia desde hace tiempo las llamadas relaciones informales en Rusia y en Europa del Este, nos ofrece su estudio felizmente titulado “De un muro al otro”, de gran finura. En un intento de comprender las vivencias y percepciones de la unificación alemana entre una diversidad de habitantes de la antigua RDA, explica por qué no se ha dirigido a la gran masa de perdedores evidentes de la unificación, sino sobre todo a personas que, partiendo de perfiles y carreras distintas, esperaban salir ganando con dicha unificación. Myriam Désert descubre entonces y nos hace percibir el choque –inesperado según los tópicos dominantes– de identidades y expectativas derivadas de socializaciones diferentes, bastante más complejas que lo que suele decirse.]
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Se ha podido glosar, con respecto a la caída del Muro de Berlín, el efecto de una simple sustitución de un artículo en el transcurso de los pocos meses que precedieron a dicha caída: el eslogan que expresaba una reivindicación democrática –“somos el pueblo”–(entiéndase: el pueblo somos nosotros), al convertirse en “somos un pueblo” (entiéndase: somos un único y el mismo pueblo), crearía la fórmula que daría pie a la reunificación alemana. Ahora bien, treinta años después de esta reunificación, lo que separa a los wessi (antiguos ciudadanos de la RFA) de los ossi (antiguos ciudadanos de la RDA)1/ sigue pareciendo más importante que lo que les une.
El presente estudio pretende esbozar las disonancias de la reunificación, o sea, de las emociones y percepciones que no han sido atendidas y que socavan el sentimiento de pertenencia común. Para captar el sentimiento de alteridad ridiculizada de los ossi, he optado por interrogar sobre su experiencia del proceso de reunificación a antiguos ciudadanos de la RDA ganadores más que perdedores, para retomar la categorización comúnmente utilizada. Es fácil imaginar el rencor y el sentimiento de exclusión de los perdedores, personas cuya vida cotidiana se ha visto profundamente afectada por la pérdida de garantías y protecciones de antaño (empleo, vivienda, acceso a cuidados). Pero ¿qué es lo que motiva la amargura de quienes han logrado mejorar su estatus social y han accedido al rango de clase media de la Alemania reunificada? ¿Qué es ese entredós (muros) en que se encuentran?
Las entrevistas que nutren este relato se han realizado con personas alemanas socializadas en la RDA, mayoritariamente de fuera de Berlín. Si bien los sujetos entrevistados tienen en común su pertenencia a un estrato educado, manifestaron actitudes diferentes con respecto al poder de la RDA. Es decir, el corpus, bastante homogéneo sociológicamente, no lo es desde el punto de vista político.2/
En todo caso, esta muestra no pretende representar el devenir ni la mentalidad del conjunto de los antiguos ciudadanos de la RDA. Sin embargo, pese a su falta de representatividad cuantitativa, permite poner de manifiesto la complejidad de los procesos que, tanto en Alemania como en los demás países del antiguo Bloque del Este, son menos unívocos que las imágenes a las que se ha querido reducir la salida del socialismo. Mi objectivo es, en efecto, mostrar las representaciones contradictorias que ha suscitado esta ruptura histórica entre quienes la han vivido en su propia carne.
El hilo conductor de las entrevistas fue cronológico, con el fin de sacar a relucir las dinámicas que movieron a mis interlocutores durante el período, un período que generalmente han optado por designar con el término habitual en Alemania –Wende (giro, cambio)– que tiene la ventaja de no invocar la idea de hundimiento. El objeto declarado de mi investigación era el análisis de la transformación desde abajo: mis interlocutores estaban así avisados de que yo recogía la palabra de los actores de sus destinos, lo que por supuesto es un sesgo, pero esto ha fomentado la confianza en el intercambio. De hecho, tienen en común un perfil psicológico de luchadores: “Lo que pueden ellos (los alemanes occidentales), yo también puedo hacerlo”, dice uno de ellos para resumir su estado de espíritu en el momento de la reunificación.
Si bien mis interlocutores comparten la misma determinación, la coloración de sus relatos varía con la edad. Treinta años parece haber sido la edad ideal para vivir el Wende: los entonces treintañeros del corpus describen esta sensación de que todo es posible con la que vivieron los primeros años del postsocialismo. Los cuarentañeros de entonces evocan más a menudo el esfuerzo que les costó su instalación en una nueva vida. En cuanto al más joven (tenía 13 años en el momento de la caída del Muro), califica a su generación de escéptica porque ha experimentado el hundimiento del mundo de los adultos, ha sido catapultada al vacío y encuentra poco a poco sus puntos de apoyo.
El itinerario que propongo es un mosaico compuesto por fragmentos tomados de varias entrevistas, tratando de no traicionar lo que percibí de quienes confiaron en mí y me concedieron de una a tres horas de su tiempo. En sus relatos, he dado preferencia a lo que se desvía de los tópicos dominantes sobre la salida del socialismo, destacando lo que fue más sencillo y lo que resultó más difícil de. Sin olvidar que este es un relato retrospectivo, reconstruido, pero que importa, ya que se trata para nosotros de entender cómo un estado mental actual se nutre de una experiencia vivida, aunque fuera rememorada.
De un sistema al otro: teoría y práctica
Caída y rebote
El 9 de noviembre de 1989, todos describen el choque de la sorpresa.
En una conferencia de prensa transmitida en vivo por televisión, el Secretario de Información del Comité Central del SED [Partido Socialista Unificado de Alemania, gobernante en la RDA], Günter Schabowski, acaba de declarar que se han adoptado nuevas disposiciones para los ciudadanos de la RDA que desean viajar a la RFA. H. (que vive en un pequeño pueblo de Turingia, no lejos de la frontera) está sola en su casa, sale a la calle mayor del pueblo, pensando haber entendido mal, ansiosa por saber qué hay de cierto. Al principio nada: el pueblo parece dormido… hasta que unos pocos salen y comparten su emoción. Luego viene la caravana de coches que se dirigen hacia la frontera. A partir de entonces, todo irá muy rápido, incluso si los relatos no dejan de ironizar sobre la lentitud de los vehículos, atrapados en gigantescos atascos. Nos arremolinamos ante las puertas de Occidente…
El caos
La primera tarde, lejos de Berlín, los guardias fronterizos no han recibido órdenes y no dejan pasar a nadie. H. describe la rabia de las personas que quieren pasar, los guardias que tratan de apaciguarlos. Ella cruza la frontera al día siguiente; deja a sus hijos a la custodia de los abuelos, que se inquietan: y si no le dejan volver… H. recuerda que, efectivamente, el sello estampado en los pasaportes decía “válido exclusivamente para salir del territorio”. Sin embargo, esto no detiene a nadie. Por lo demás, todo se acelera, las barreras que se levantaban y bajaban a cada paso permanecen ahora abiertas todo el rato.
La desobediencia también se precipita. B., oficial de policía, habla de la prohibición inicial a los miembros de la policía de pasar al otro lado, prohibición que se anula para un escalafón tras otro. Sin embargo, él decide no esperar a que su grado reciba la autorización para cruzar el Muro.
“Adelante sin mirar”
“Nach vorne weg!”, resume H. “Espera gozosa”, “hora cero”, donde todo es posible porque “lo que contaba, a partir de entonces ya no valía”, “todo se mueve, todo está por reinventar, es apasionante”. Es la borrachera de la Tierra Nueva que domina en los relatos. En el trasfondo, el viejo mundo se desmorona, aunque a hurtadillas.
H. cuenta cómo los comisarios del Partido se encogen allí donde ella trabaja. Sin embargo, añade que no era el momento de ajustar cuentas, que había otras urgencias: mantener la producción cuando prácticamente no había suministros… y también ocuparse de una misma, de lo que pasaba al otro lado. Incluso A., quien se entera de que un colega cercano ha hecho un informe sobre ella a la Stasi [policía política de la RDA], cuenta que no intentó exigir explicaciones al delator: “Todo estaba patas arriba, no valía la pena, había cosas mejores que hacer”.
Muy pronto, en efecto, la producción en las empresas se desmorona y comienzan los despidos. A., la última contratada de su departamento, es la primera en recibir la hoja azul (de notificación del despido). Dice que ni siquiera se inquietó en ese momento. En aquel entonces había poca competencia en el mercado laboral (recordemos que había casi pleno empleo en los países del Bloque del Este), excepto por los colaboradores de la Stasi, que por prudencia habían preferido abandonar las empresas que los empleaban tan pronto entendieron que se había dado la vuelta a la tortilla (ella lo cuenta así). Pronto entró a trabajar en una oficina donde todo había quedado como en suspenso: el empleado anterior, que había optado por escapar a través de Hungría durante el verano, se cuidó antes de irse de dejar todo en orden para no despertar sospechas. Sin que nadie le oriente, A. trata de poner orden en el caos de documentos contables abandonados, un recuerdo que le llena de orgullo porque le salió todo bordado.
H., que trabaja en el departamento de inventario, participa todos los días en reuniones en que se intenta establecer sobre la marcha un plan de contingencia para la empresa. Aguanta cuatro meses, hasta que decide buscar suerte al otro lado de la frontera, que está a cuatro kilómetros. “Necesitaba algo que tuviera sentido”, dice. Prueba de que en medio del caos sobrevivió cierto sentido del orden: pide una baja por enfermedad de tres días para explorar las posibilidades, incluso si –admite– nadie le habría pedido explicaciones. Encuentra trabajo nada más llegar: mientras consulta con el conserje de una empresa sobre las posibilidades de que la contraten, pasa el jefe de personal, se entera de su solicitud y la cita para el mismo día. En ese momento (marzo de 1990), el interés por el otro lado era grande, y esa era la única referencia que dio: “Vengo del otro lado”.
En aquellos primeros días, todo parece simple, al menos para quienes disponen de energía y curiosidad.
De una lealtad a otra
El tiempo pasa, mis interlocutores encuentran su sitio con mayor o menor facilidad.
Ni siquiera entre aquellos de mis interlocutores que eran miembros del SED se denota una hostilidad declarada al capitalismo que se les impone. “No deseaba el capitalismo, pero sabía que tendría más oportunidades”, dice G. “No mantengo una relación emocional con el capitalismo”, explica E., “es una estructura que funciona sin la gente, si esta no se opone. La producción tiene una lógica independiente de la sociedad.”
E. tiene temperamento de líder. Ha sido miembro muy activo de las estructuras de las juventudes comunistas y forma parte del pequeño equipo que se dedica a salvar el matadero donde trabaja. No se trata solo de encontrar salidas, sino también de pasar de un comercio mayorista a uno semimayorista, lo que exige, en particular, repensar el embalaje y, por tanto, la organización del trabajo de todo un sector de la empresa. Con ardor se entrega a esta nueva forma de pensar colectiva. La continuidad de la lógica es obvia: sigue siendo un jefe preocupado por el bien común.
No se siente confuso, sabe lo que es el capitalismo. Sin duda, lo sabe mejor que no lo que es el socialismo, bromea otro interlocutor, evaluando sus propios conocimientos. Y descubre que el capitalismo real no es diferente de lo que ha aprendido. En otro momento de su relato, E. dirá que Marx fue para él –no es un caso único en nuestro corpus– un guía excelente. Cree que le ha permitido vivir con plena conciencia este período de cambio. La empresa se salvará, pero pasará a manos de gente del oeste. E. la dejará de buen grado, cuando, viéndose menos útil, se sentirá cada vez menos ligado a ella. “Había llegado el momento de ocuparme de mí mismo, como todo el mundo se ocupaba de sí mismo”. Creará una empresa de servicios informáticos.
Bg., quien también está imbuida de la preocupación por el bien común, sigue una trayectoria completamente diferente, aunque también marcada por la continuidad del compromiso. Profesora de economía política en la Escuela de Policía, disuelta tras la reunificación, pudo acceder a un plan de formación cuyo nombre oficial es Umschulung (reescolarización) y que ella dice que vivió como Umerziehung (reeducación), una forma de decir que para ella no consistía tan solo en adquirir nuevos conocimientos. Cuenta que “siguió el juego”, apreció los intercambios con sus condiscípulos, originarios del este (todos ellos mandos cualificados, personal diplomático, oficiales del ejército, etc.), y con los enseñantes, procedentes del oeste.
Está encantada con la curiosidad de los profesores de Derecho (que preguntan sobre el derecho laboral de Alemania Oriental, motivo de orgullo para ella) y evoca con irritación a la profesora que pretendía convencerles de la irrelevancia del marxismo. Concluida la formación, encontró trabajo como contable en una pequeña empresa cuyo propietario era originario de la RFA y que, como sucedió a menudo a principios de la década de 1990, creó una empresa de servicios en el este. Bg. realiza su tarea concienzudamente, advierte al jefe de los riesgos de sus decisiones financieras (especialmente el sueldo que se atribuye), que solo pueden llevar a la quiebra, cosa que acabó sucediendo efectivamente. Ningún rencor ni indignación en su relato, es “triste desde el punto de vista económico”, dice simplemente. Manifestó ante su patrón la misma lealtad que caracterizaba su apego al antiguo régimen.
En estos relatos no hay mención alguna de un choque de culturas, la continuidad de las actitudes y posturas prevalece sobre la alteración del entorno socioeconómico.
De lo extrañamente familiar a lo penosamente conocido
“Extrañamente familiar”, constatan muchos de mis interlocutores con respecto del universo laboral que descubren. “No era otro mundo”, dice H. a propósito de la empresa que la contrata al otro lado. D., enseñante, que participa activamente en las asociaciones de escuelas del este y del oeste tras la caída del Muro, descubre que al fin y al cabo “en el oeste también se cuece con agua”… “pero destilada”, añade irónicamente su marido. A., contable, contempla números y maneras de contar e incluso conceptos que son los mismos y se sorprende de toparse con tan pocos problemas, ahora que ya solo depende de sí misma.
Si D., que ha creado una asociación artística junto con su esposo, admite permanecer ajena a la lógica contable, fue un amigo, un oficial que se benefició de una Umschulung, una reorientación como la de Bg., quien elaboró el plan de negocio cuando los D. compraron a la Treuhand (Agencia de Privatización) un antiguo restaurante para convertirlo en el espacio de su actividad cultural asociativa. Las cualificaciones de antes (el marido trabajaba de fotógrafo para una publicación de propaganda de la RDA destinada al extranjero) o las nuevas (adquiridas en el marco de la Umschulung) parecen aprovecharse armoniosamente al servicio del bien común.
H. está particularmente satisfecha en su nuevo empleo al otro lado. Dice que se siente como en una película y mira desde fuera lo que sucede alrededor. Un sentimiento de exterioridad que viene acompañado de un sentimiento de superioridad sobre sus colegas, que solo conocen un sistema cuando ella es capaz de hacer comparaciones. No duda en importar prácticas de su universo de origen, especialmente en las relaciones con la jerarquía: al mando intermedio que telefonea para quejarse de que no ha recibido esta o aquella pieza, le responde que el impreso de pedido no estaba rellenado correctamente. Esta desvergüenza parece molestar más a sus colegas en la base que al mando intermedio, quien, después de indagar con quién está hablando, exclama al enterarse de que ella es una trabajadora del otro lado recién contratada: “Todo se explica”. Todo esto no le perjudica: muy pronto, asciende un piso en el edificio y un escalón en la jerarquía y se convierte en la intérprete por medio de la cual el director hace descodificar los registros de equipamiento germanoorientales para saber si tiene sentido para él adquirirlo.
En todos estos relatos se celebra el cambio. Sin embargo, el placer se ve un poco enturbiado cuando a lo extrañamente familiar se agrega lo penosamente conocido. La siempre vigilante H. cuenta, mordaz, la impresión de déjà vu que experimenta al observar (y sufrir) la forma en que se practica el control de las normas ISO. Dice que encuentra la misma brecha entre lo que debe ser, transmitido al controlador, y lo que es en la producción diaria. Que el otro lado finalmente no es tan diferente es una buena sorpresa, pero que “no es mejor, no lo que dice que es”, es malo.
El rey está desnudo
Si uno no presta atención a los harapos del mendigo, dice V., no se percata de la ropa harapienta del que se hace llamar rey. Ahora bien, el liberalismo occidental nunca ha dejado de proclamar su superioridad, de ensalzar su atuendo. Y dado que la mayoría de mis interlocutores tienen el entusiasmo de los neófitos, o que su lealtad, que no quiere ser ciega, necesita motivos de apego, perciben de manera aguda las deficiencias de los cánones liberales.
Liberalismo de engañifa
El reconocimiento de la eficiencia, la meritocracia que esperaban, no acude a la cita. Señalemos que la crítica más severa al sistema liberal no proviene de quienes tenían miedo ante un mercado que genera una competencia exacerbada, una sociedad donde “se avanza a codazos”, según una expresión recurrente; emana de quienes esperaban un sistema en el que las cualidades y los resultados serían más valorados que en el sistema igualitarista que era el socialismo real.
Primera refutación de esta visión: el hecho de que tienen la impresión de que los mandos intermedios que les envía Occidente, lejos de ser modelos de eficiencia, son, por el contrario, personas poco eficientes de las que se deshacen enviándolas a los nuevos länder, o individuos más motivados por las ventajas otorgadas al expatriado3/ en que se convierten al cruzar el desaparecido Muro, que por el proselitismo. El hecho de que mis interlocutores no perciban que la nueva estructura de mando impuesta pertenece a la flor y nata de la élite de Alemania Occidental, no es tan solo un motivo de decepción. Alimenta la impresión de que el colonizador los tiene en baja estima y considera que los mandos de segunda selección son suficientemente buenos para ellos.
Otra desazón que se expresa a menudo: ¡se mofan de la racionalidad económica! O, en cualquier caso, no tiene nada que ver con la de mis interlocutores. He aquí una ilustración, tomada de un estudio4/ sobre las estrategias adoptadas por los autónomos instalados en los nuevos länder, que pone de manifiesto enfoques radicalmente diferentes. Los empresarios originarios del este se centran en el producto, razonan en términos de utilidad, de bien común una vez más, mientras que los que vienen del oeste se centran en las lógicas de red, de oportunidades que hay que aprovechar… sin tener en cuenta la utilidad colectiva.
La igualdad de oportunidades tampoco acude a la cita. Esto es lo que denuncia E. después de la quiebra de la empresa de servicios informáticos que creó. Se considera víctima de lo que los economistas califican de capitalismo de connivencia: explica su fracaso no por falta de cualificación, sino por falta de relaciones. Sus competidores pueden aprovechar su red de condiscípulos, surgidos desde las mismas instituciones de formación que ellos, y que él no tiene.
En general, mis interlocutores subrayan el cambio radical de lugar y de lógica del trabajo que les choca: el trabajo es a la vez menos central (la vida ya no gira en torno a la empresa y al colectivo de trabajadores) y más vital. En varias entrevistas, la pérdida del empleo se concibe como una amenaza existencial en el sentido de que priva a las personas de su sustento. Esta amenaza se compara a menudo –considerándola mucho más grave– con la que pesaba en la RDA sobre los inconformistas. Hablando de las medidas vejatorias (más tiempo de espera para la adjudicación de una vivienda, falta de promoción), L. comenta: “Era difícil, pero no tan trágico; hoy es muy existencial.” Es el mismo discurso que expresa C., quien, sin embargo, despedida de su empleo después de presentar una solicitud de autorización para emigrar, tuvo que realizar trabajillos para sobrevivir (confeccionaba ropa, que luego vendía en mercadillos).
Una democracia contra otra
Si el liberalismo económico se presenta ante estos conversos como algo que no se acerca ni de lejos a sus virtudes proclamadas, los supuestos atractivos de su vertiente política son objeto de una crítica todavía más acerba. La exaltación de una libertad hasta entonces desconocida, tópico dominante en las representaciones occidentales, apenas asoma en las entrevistas.
La única excepción es la libertad de movimientos, celebrada por todos, aunque dicen que antes no habían sufrido su ausencia, porque “no había necesidad”. F. gastó su Begrüßungsgeld (los 100 marcos entregados a cualquier alemán del este que cruzara la frontera en noviembre y diciembre de 1989) para hacer un viaje de ida y vuelta a París. Un autobús nocturno, un día para patearse París, una nueva noche de autobús y el regreso al trabajo agotada, pero con sensaciones intensas. “No pude subir a lo alto de la Torre Eiffel”, dijo, “por falta de dinero, ¡pero vi la luz de los impresionistas!”
Fenómeno inesperado, el relato de En., adolescente en el momento de la caída del Muro, que cuenta con deleite lo que sabe que fue una experiencia única: tener a su disposición fábricas vacías (zonas industriales abandonadas), “espacios de libertad increíble”, donde se embriagó de música y emociones estéticas. Paradójicamente, la desgracia de los adultos (desempleo masivo y fábricas cerradas) abrió un patio de recreo, un área de libertad sin precedentes para los adolescentes…
De forma igualmente inesperada, varios relatos deploran la pérdida de una libertad: la del derecho a la marginalidad. La opción de permanecer en el margen era finalmente más fácil en la RDA… y podía significar incluso una marca de distinción. Negarse a alinearse y a hacer carrera y preferir ser vigilante nocturno, encargado de calefacción o dedicarse a cualquiera de los trabajos sin perspectiva ejercidos en solitario,5/ permitía vivir… y era una opción valorada en ciertos medios. Preferir vivir de pequeños trabajos antes que instalarse es una opción de vida bastante más cara en la Alemania reunificada.
En lo que respecta a la dimensión política propiamente dicha, el atractivo de la democracia liberal es tanto más limitado, cuanto que la RDA agonizante conoció pasajeramente un modelo alternativo –las Mesas Redondas, espacio de debate– que de inmediato cayó en el ostracismo. Tanto por falta de combatientes (la urgencia de la supervivencia económica dejó muy pronto de dejar tiempo libre para la reflexión política) como por falta de apoyo proveniente de una Alemania Occidental que se apresuró a imponer su modelo haciendo adoptar la adhesión a la constitución de la RFA. Quienes militaron en aquel entonces por la invención de una democracia renovada se muestran particularmente amargados.
Nunca se valoran los derechos políticos. La libertad de expresión se minimiza, reduciéndose a la indiferencia de hecho cuando se refiere a los políticos, a una imposibilidad cuando se trata de ejercerla en el mundo del trabajo. “Puedo ir a cualquier parte y criticar a Merkel, porque a nadie le importa. Pero criticar al jefe de taller, eso no está permitido, cuando antes (= en la RDA) sí lo estaba.”6/
Ninguno de mis interlocutores siente que puede influir en las decisiones políticas. Votan, dicen, pero por obligación. Como en todos los países del bloque socialista, el sistema de partidos no suscita ningún entusiasmo. Se nota su escasa diferenciación, su obsesión por el poder más que por las necesidades de la sociedad. Ninguno de mis interlocutores es miembro de un partido; he aquí una justificación contundente: “Prefiero ser nada que cualquier cosa”. Y D., una comunista sincera en la RDA, admite haber hecho una elección pragmática y no programática: votó a la CDU [Unión Demócrata-Cristiana] en las elecciones municipales porque está satisfecha con el balance del alcalde de su ayuntamiento.
Incluso el compromiso se vive sin ilusión. C., militante activa de un movimiento pacifista en Rostock (que ha pedido la retirada de los soldados alemanes presentes en Afganistán), no se hace ilusiones sobre su efecto: la existencia de estos movimientos forma parte del “juego democrático” (sic). Esta académica tiene un pasado de activista comunista, acoge con agrado la apertura, que le ha permitido ampliar sus horizontes de lectura, le ha dado nuevas herramientas intelectuales y, al igual que E. convirtió su activismo en la lucha económica (para salvar su empresa), pone el suyo al servicio de los ambientes de la cultura alternativa. Lucha por su apego al combate por lo que le parece ser el bien común, con convicción… pero también consciente de los límites de su acción. “Necesitamos”, dice, “otro sistema para apuntalar la democracia.”
L. (probablemente el más decepcionado políticamente, pues fue el que más se involucró en los movimientos de protesta que precedieron a la caída del Muro) dice que ha reencontrado la devoción por el bien común –algo que todos consideran unánimemente que está ausente del espacio político–, para su gran sorpresa, en un club deportivo donde se convirtió en miembro activo en un barrio de Berlín occidental. Habla apasionadamente sobre las acciones que llevan a cabo, que no se limitan a la organización de competiciones, sino que también apuntan a rescatar a “jóvenes en riesgo”. Es en el medio asociativo, y no en el activismo político, donde encuentra la respuesta a sus aspiraciones políticas en sentido amplio.
Preguntados sobre su margen de maniobra, su espacio de juego según la expresión alemana (Spielraum), mis interlocutores son ambivalentes. Dicen que pueden esperar lograr más objetivos concretos (todos conocen el éxito profesional), pero no tienen la impresión de que puedan influir más que antes en su entorno.
Entre los obstáculos se menciona constantemente la multiplicación de las reglas, que se denuncia no solo como un límite a las libertades, sino también como una incongruencia que traba la eficacia. Dicho esto, proyectan sobre la Alemania reunificada (regador regado…) el tópico que suele asociarse con los regímenes del Bloque: ciudadanos encerrados en una coraza de reglas, en su mayoría absurdas. Bg. habla de una directora de escuela que tiene tantas tareas administrativas que realizar que no puede concentrarse en lo que debería ser su función principal: animar proyectos escolares, etc. Este tipo de comentario no es extraño para nosotros, pero llama la atención que la situación descrita se experimente como una degradación en comparación con la época de la RDA: es su experiencia actual lo que suscita en mis interlocutores la denuncia del formalismo, de la confusión entre fines y medios, no sus recuerdos de la RDA.
El problema no es solo la abundancia de reglas, sino también su lógica. G. expresa su apego a la disciplina, que tiene que ver con su pasado como deportista de alto nivel, al mismo tiempo que su consternación por la naturaleza obtusa de la normativa a que se enfrenta ahora. Quiere ampliar su vivienda, que también es su consulta quinesiterapéutica, y no entiende el rechazo de su proyecto de ampliación, debido a que prevé un espacio de actividad superior al 50% de la superficie total. Una vez más se plantea en este caso el argumento del bien común: ella lo hace para comodidad de sus pacientes, no para sí misma. ¿En nombre de qué lógica se le puede impedir obrar por el bien común?
El peso de la burocracia, que se dice que es propio de los países socialistas, se siente visiblemente como más pesado, más inhumano, en la Alemania reunificada. P. habla de “burocracia degenerada”, empleando el término (entartet) aplicado por los nazis a cierto arte… lo que parece indicar que existe una buena burocracia. A. lamenta que las administraciones no tengan un “sentido del servicio público”. Cuenta indignada la respuesta de un responsable de servicios de carreteras y caminos con el que trató de hacer valer las necesidades de los habitantes con respecto a un pasaje que conduce a uno de los condominios que gestiona: “Yo administro carreteras, no personas”, frase que según ella era impensable en la RDA.
Todas estas historias ilustran una buena voluntad y/o una lealtad decepcionadas. El éxito social de mis interlocutores no basta para convencerles de que el sistema impuesto tras de la caída del socialismo real responde a la imagen que pretende dar de sí mismo ni a las expectativas que había despertado en ellos.
Líneas de falla
Después de conocer la experiencia de los trastornos asociados al cambio de régimen, más fáciles de superar que lo que se habría podido pensar, veamos ahora las dificultades menos conocidas.
La queja de los malqueridos
Dos tópicos resumen los agravios mutuos: Jammer-Ossi (“alemán oriental quejica”) y Besser-Wessi (“alemán occidental sabelotodo”).
Sin recurrir necesariamente a estos calificativos estigmatizadores, todos mis interlocutores destacan la asimetría de la relación. Acusan a los alemanes occidentales de no interesarse por los orientales: “No éramos un tema digno de interés”. D. aparenta reírse cuando evoca a una niña pequeña de occidente que pensaba que el mundo se acababa al otro lado del Muro, pero está claro que este ninguneo le produce amargura. Los adultos también participan de este ninguneo: no tenían costumbre de ver la televisión del este y ni de tratar de imaginar la vida en el otro lado, había un prejuicio y ninguna necesidad de comprobar su veracidad.
En cambio, mis interlocutores mencionan en todos los casos su curiosidad, su visita a los antiguos länder, lamentan la falta de reciprocidad, incluso se mofan del temor que siguen teniendo algunos alemanes occidentales de cruzar la frontera ya abolida.
De hecho, muchos alemanes occidentales no conocen a ningún alemán oriental, mientras que lo contrario no es cierto. Hay un sustrato cuantitativo de este estado de cosas: la minoría tiene inevitablemente más contactos con la mayoría que a la inversa. Pero las estadísticas también son motivo de amargura: aunque los alemanes orientales representan solo el 20 % de la población, su representación en la élite (desde académicos hasta oficiales del ejército) no alcanza este porcentaje. El éxito político de Angela Merkel no cambia el cuadro: ella es el árbol que oculta el bosque, no la señal de una evolución.
La sensación de ser ciudadanos de segunda la tienen incluso los ganadores de la reunificación que son mis interlocutores. Les vejaciones son muchas, la lista de agravios es larga.
La desindustrialización de la RDA: su racionalidad económica suscita las mayores reservas. Y sus implicaciones indignan: “Nos han desangrado”, al parecer querían que nos contentáramos con el nivel de vida que tenían los alemanes occidentales después de la guerra. Pero mientras ellos tenían el Plan Marshall, nosotros pagábamos reparaciones de guerra a la URSS. Esta sensación de estar doblemente penalizados es a todas luces insoportable. Y los lamentos de los alemanes occidentales por la carga financiera que les supone la reunificación no conmueven a los del este.
Las cualificaciones de los alemanes orientales se han devaluado sistemáticamente. Ha habido un reemplazo de la estructura dirigente en el mundo industrial y académico: ya hemos mencionado la imposición de mandos jerárquicos cuyas cualificaciones no parecen evidentes para sus subordinados, molestos al ver que el exilio a los nuevos länder se ve recompensado con primas, como si trabajar con su población fuera un incordio cuyo inconveniente había que compensar. También se institucionalizó una estructura de tarifas diferente para las prestaciones: G., al rebelarse contra el hecho de que los servicios de quinesiterapia de especialistas graduados de la RDA se facturen a una tarifa menor que los de la RFA, recibe por respuesta: “Es normal, tenéis que aprender a trabajar”. F., investigadora en un instituto especializado en problemas de nutrición, inicialmente halagada por el interés, mezclado de curiosidad, que le dedican sus colegas occidentales, muestra su decepción al ver la incomprensión en los ojos de sus interlocutores a quienes intenta explicar su visión de la RDA, y luego su amargura al observar que a pesar de que elaboran conjuntamente proyectos de investigación, los miembros de Alemania Oriental se verán destinados a funciones menores.
Todas estas mortificaciones son tanto más dolorosas cuanto que se ha vivido en un régimen que disponía de toda una panoplia de distinciones (héroe del trabajo, etc.), que hacía que uno se sintiera reconocido, explica En.
A la devaluación, muy generalizada, se añade puntualmente la culpabilización. D. cuenta: 1990, profesora de secundaria, debe comparecer ante una comisión de lustración, como es obligatorio para quienes eran miembros del SED. Gran agitación en la escuela: muchos estudiantes se reúnen y claman su apoyo, cantan las alabanzas de una profesora que consideran excepcional. Sale entonces un funcionario que pronuncia un discurso en el que compara este acto de defensa de la profesora con el apoyo que los jóvenes nazis profesaban a Hitler, lo que obviamente es una forma de descalificarla.
La ecuación estalinismo-nazismo vuelve a menudo a la superficie para estigmatizar a los antiguos ciudadanos de esta RDA nacida de la integración en el Bloque impulsado por Stalin después de la guerra. Esta representación es diametralmente opuesta a la de mis interlocutores comunistas, que siguen empleando el término antifascista para hablar de los fundadores de la RDA y que me explican que, siendo niños en el momento de la fundación de este Estado, eran sensibles a la retórica antinazi de sus líderes y estaban ansiosos de unirse al partido para expiar la culpa de sus padres. En cualquier caso, al final de su relato, D., quien también explica que hubo colegas que fueron marginados en la época de la RDA, proclama que nunca más quiere vivir en un país en que uno pueda ser excluido por tener una opinión diferente del discurso dominante.
A los hechos probados se agregan las relecturas críticas. Acusan a los dirigentes que presidieron la transición de haber reproducido de hecho los patrones y las prácticas que denuncian como propias de la RDA. Mientras reprochaban a los alemanes del este ser asistidos, infantilizados por el paternalismo de los líderes del SED, establecieron, constatan mis interlocutores, modalidades de transición muy enmarcadas, que también infantilizan. Además, las diversas agencias que emitían certificados (que cabría calificar de buena conducta), bien para permitir que los maestros y el personal administrativo continuaran ejerciendo su profesión, bien para autorizar la privatización de tal o cual entidad (recordemos el caso de E., que no tenía derecho a privatizar, junto con sus colegas, la empresa que había ayudado a salvar del desastre), se comportaban como padres severos.
Al final, razonan algunos de mis interlocutores, la identidad que los alemanes occidentales atribuyen a los ossi es, de hecho, el producto de su propia forma de actuar. Si mis interlocutores reconocen que algunos de sus compatriotas muestran excesiva sumisión a la autoridad y falta de iniciativa, afirman que estos rasgos latentes se han acentuado debido al autoritarismo con el que Alemania Occidental dirigió la transformación de los nuevos länder.
El pasado revisitado
Estas vejaciones múltiples provocan una valoración en sentido contrario.
Los defectos del socialismo real se relativizan: claro que la economía de la RDA agonizante era caótica, pero no más que lo que acabó siendo con el Wende y su desindustrialización a rajatabla. Se esgrimen sus virtudes, bien sea su modernidad (cuya prueba que se menciona más a menudo es el pleno empleo de las mujeres, liberadas por las infraestructuras de custodia de los niños, mucho más desarrolladas en el este que en el oeste), bien su humanidad (Menschlichkeit). La constatación de la rigidez de los wessi alimenta la idea de un contraste entre el este cálido y un oeste frío. Esto se aplica sobre todo a las relaciones interpersonales, de las que se exalta su cordialidad en el este. Esto se extiende a veces a otras encarnaciones de la vida social: el espacio urbano con un discurso sobre las ciudades de la RFA como ciudades espectáculo, “todas iguales, bien ordenadas”, que “no están vivas”.
Sin embargo, no cabe hablar de una defensa y apología sistemáticas de la RDA, y las entrevistas también contienen críticas en tono más bien agridulce.
Así, en medio de sus reminiscencias emocionales, D., maestra y militante comunista convencida, dijo que no entendía, y retrospectivamente entendía aún menos, la censura intelectual que prevalecía en la RDA. Los ejemplos que menciona son paradójicos para el occidental acostumbrado a los tópicos sobre el totalitarismo soviético: ¿por qué su amiga filósofa solo pudo escribir una tesis sobre Schopenhauer yendo a la URSS, a Rostov del Don?7/ E ironiza sobre la prohibición, en vísperas de la caída del Muro, de la revista Sputnik, el Reader’s Digest de la prensa soviética, que reflejaba el cambio de rumbo que representaba la perestroika, que, como recordaremos, los dirigentes germanoorientales vieron con muy malos ojos.
Sin embargo, cuando dice que lamenta haberse identificado totalmente con su país y expresa sus sentimientos de culpa, describe con estas palabras la naturaleza de los mismos: de lo que se siente culpable es de no haber hecho más para conseguir que la RDA fuera distinta, de no haber querido expresar sus críticas más que solo en los marcos propuestos por el sistema. No se unió a las Mesas Redondas cuando la perestroika le interesaba mucho y, en plena vorágine de estos cambios, organizó… mesas redondas semanales con sus alumnos. Practicaba la microdemocracia, pero no se atrevía a probar la grande, salir a la palestra. Un buen ejemplo de las tensiones entre convicciones y lealtad, que deben ser escuchadas si queremos entender la angustia de estas personas, cuya sinceridad parece indudable.
Escuchemos lo que dice sobre su trayectoria (en parte ya descrita): a través de la asociación cultural que fundó con su esposo, intenta crear vínculos en su aldea, con motivo de las veladas de debate y las exposiciones; ha asistido a un curso de formación para convertirse en profesora de ética8/ y destaca su interés por la historia de las religiones, un interés muy arraigado, dice, en su primera infancia, cuando escuchó las discusiones entre su abuela comunista y su amiga, una ferviente creyente; participa activamente en un grupo de ayuda a alumnos con dificultades.
Obtiene muchas satisfacciones en su vida actual, dice, pero se habría “sentido mejor en la vida anterior”. Aunque es consciente de “vivir mejor”, se siente peor que antes, “le falta algo”. Lo que le complace de la existencia de su asociación, por mucho que las cuentas sigan en números rojos, es que ve en ella “algo bonito”. A lo largo de toda la entrevista, D. se esforzará por mantener unidas las convicciones del pasado y el deseo de vivirlas de manera diferente en el presente, y por quitar hierro a todas esas tensiones. Pero termina diciendo: “Lo que queríamos era conservar nuestro país y cambiarlo”.
La trayectoria de C. va por otros derroteros, paradójicamente. Si bien había presentado una solicitud de emigración antes de la caída del Muro, porque, a diferencia de D., no se identificaba en absoluto con el régimen, ahora defiende una RDA que, según ella, nunca le hizo sufrir concretamente. Justo después de la caída del Muro, ella y algunos otros crearon uno de los espacios de cultura alternativa en Berlín. Recuerda aquel “año de anarquía” en que todo era posible, “nada más había que tomar lo que una necesitaba”, y de este modo el grupo se apoderó de varios apartamentos vacíos para convertirlos en galería.
Después habla de la creciente presión de la lógica comercial y declara que el Estado debería hacerse cargo de la cultura, para protegerla de esta presión del mercado, lo que demuestra que no basta con rechazar el socialismo real para abrazar el liberalismo. Recuerda de irritación cuando todo Berlín Oriental tuvo que reemplazar sus buzones para adoptar el modelo del oeste, demostración particularmente irrisoria del expansionismo. Ironiza, con amargura, sobre la gentrificación de los lugares de la cultura alternativa, que la expulsó de “su territorio” de siempre, Prenzlauer Berg, que tuvo que abandonar porque no podía asumir el aumento del alquiler a causa de la avidez de todo Occidente por este barrio.
Estas dos historias ilustran cómo, a partir de presupuestos muy diferentes, se construye al final un sentimiento de pertenencia común que no existía antes de la Caída.
La nostalgia del nosotros
La pérdida más sentida que se pone de manifiesto en las entrevistas es, efectivamente, la de una pertenencia colectiva a un nosotros, “un nosotros (que) antaño ocupaba el primer puesto”. Muchas personas recuerdan con placer los sábados rojos, donde se dedicaban a tareas colectivas. D. evoca un “gran nosotros”, extendido a la comunidad nacional, donde según ella el trabajador podía hablar con el profesor universitario, donde todos iban a la ópera y, en resumen, donde las barreras sociales apenas se notaban. Cuando menciono el nosotros que constituye su asociación, ella responde que es solo una “isla de nosotros”. La dificultad de agregar los “pequeños nosotros” es un motivo recurrente. El repliegue sobre la célula familiar se vive como un encogimiento: “Antes el nosotros era más grande, hoy es el ‘pequeño nosotros’ el que prevalece”.
Es esta una visión inesperada del repliegue sobre la célula familiar. En respuesta a una alusión mía a la supuesta desconfianza en las relaciones interpersonales bajo el régimen del SED y la Stasi, se me opuso tres veces la constatación de una desconfianza mayor en la actualidad. Explicación: hoy se habla menos entre colegas de los problemas familiares por temor a que no lleguen a oídos de la jerarquía y pongan en peligro la carrera esperada (será más difícil confiar responsabilidades a alguien que se sabe que tiene que cuidar a un pariente enfermo, afrontar conflictos familiares, etc.). El repliegue sobre el “pequeño nosotros” no sería tanto el resultado de una progresión del individualismo como la merma de la confianza en el seno de la sociedad.
Esta nostalgia del nosotros, sin embargo, no conduce a la famosa Ostalgie,9/ en la que no se reconocen mis interlocutores, que dicen todos que no quieren volver al pasado. “La vida era bella entonces, también lo es hoy”, proclama K., quien admite al mismo tiempo que le gusta comprar algunos productos típicos de la RDA, pero porque los asocia con su infancia. Una nostalgia que no es más sospechosa que las tardes de Casimir de ciertos treintañeros parisinos…
La imposible reconciliación
¿Cuáles son los principales obstáculos a la formación de un sentimiento de pertenencia común entre alemanes del este y del oeste?
“Extrañamente extranjeros”
¿Cómo restablecer el vínculo después de más de 40 años de ruptura, conseguir que los supuestamente cercanos dejen de ser lejanos? “La RDA es el Estado en que he crecido; con la Bundesrepublik (la RFA) me identifiqué un poco al comienzo, pero ahora ya no.” Esta frase resume bien la trayectoria de desamor que hemos esbozado a través de los fragmentos que preceden.
Los alemanes occidentales no son vistos como miembros de una misma comunidad y más de un interlocutor dice que se siente más cercano a otras comunidades nacionales, como los checos (con los que se compartía el mismo nivel de vida y el mismo sistema en el momento de la Caída), o incluso los franceses (“más abiertos que los alemanes occidentales” [sic]).
Se perciben como extrañamente extranjeros: “Komisch, es curioso”, dice H. al comentar su constatación de que apenas hay diferencias en el empleo entre alemanes orientales y occidentales, pero que los grupos de afinidad rara vez se mezclan. Juntos en el trabajo, separados en la vida privada… Son, en efecto, más que códigos los que diferencian las relaciones interpersonales en el seno de las dos comunidades y dificultan las relaciones de afinidad.
He aquí una descripción de la relación de ayuda mutua que lleva a un análisis contrastado. En momentos de penuria, cuando necesitábamos algo concreto, hacíamos correr la voz, que pasaba de boca en boca hasta que llegaba a alguien que tenía acceso a una persona fuente y le hacía llegar el recado en nombre de la persona interesada, con la que no se establecía necesariamente una relación directa. Hoy, si necesitas ayuda, tienes que encontrarte con alguien, dice H., quien se siente indefensa en este tipo de cara a cara. Dice que no se siente tan “impresionada” como desarmada ante un “juego” que le resulta extraño (por ejemplo, crear cierta connivencia durante una partida de golf con la esperanza de entrar a formar parte de una red). En otras palabras: antes, en tiempos de escasez, el vínculo se establecía en un deseo común de compartir “lo que no teníamos”, ahora la voluntad de acceder a bienes simbólicos (promoción profesional, una plaza en una escuela de prestigio, etc.) pasa por la puesta en escena de compartir lo que debería tenerse en común, vivida como carente de autenticidad.
Otro ejemplo del desencuentro: varios interlocutores dicen que sufren bajo la obligación de verbalizar sus sentimientos, de argumentar constantemente, sobre todo en las reuniones de trabajo. Esta “costumbre” se experimenta como algo pesado, a menudo asociado al culto religioso de la Palabra, y siempre opuesto a la capacidad de ironizar y distanciarse, erigida en rasgo característico del este. Cuando me refiero al problema del “doble lenguaje”10/ en los países del socialismo real, H. afirma que todos sabían distinguir “lo que solamente se decía de lo que realmente se pensaba”, que no había necesidad de tanta palabrería para ubicar al interlocutor.
¿Son insuperables estas diferencias? “No sé cuántas generaciones harán falta para que nos alineemos y no sé si esto es bueno”, se pregunta H. La reacción más común consiste en valorar estas diferencias: mis interlocutores a menudo ponen de relieve la riqueza que les proporcionan su pasado y su trayectoria.
Las habilidades desdeñadas
La Beitritt, la adhesión a una Constitución que desdeñó las conquistas de la RDA, como ya hemos dicho, se vivió como una afrenta. Es cierto que la Alemania reunificada (re)descubre las prestaciones sociales, particularmente en el ámbito de la primera infancia: los más cáusticos se burlan de esa bicicleta que reinventan los wessi; K., magnánimo, comenta: “Hacemos como si nada, les dejamos creer que inventan algo nuevo.”
En términos generales, mis interlocutores, que como hemos visto solían albergar muchas expectativas con respecto al liberalismo, no dejan de lamentar las prisas con que se enterró la RDA. Todos deploran que no se hubieran tomado el tiempo para reflexionar sobre la manera de tener en cuenta las habilidades específicas que se habían desarrollado allí. “Podríamos haberlo hecho mejor con las habilidades disponibles.” La imposición de un modelo exógeno bloqueó la integración de las capacidades endógenas, para retomar la versión académica de esta constatación.
Entre las habilidades desdeñadas se incluye la capacidad de encontrar “remedios caseros”, de hacer alguna cosa con nada, como repiten constantemente. La escasez estimula, hace que la gente desarrolle la inventiva. Todos dicen que en la RDA lograron “salvar” la penuria, encontrar una vía de salida de cualquier situación difícil.
La otra virtud descrita, la flexibilidad, es fruto del mal funcionamiento de una economía que al final era más caótica que planificada, que requería adaptarse e improvisar sin cesar, y una movilidad social real que favorecía las reorientaciones. La mayoría de mis interlocutores han seguido trayectorias diversas, obteniendo diplomas a partir de funciones subalternas que habían desempeñado al salir de la escuela. Estas biografías en zigzag (sic) se consideran mejores que la linearidad que dicen que caracteriza las carreras profesionales en Alemania Occidental. Esta movilidad glorificada está en las antípodas de los tópicos occidentales sobre los ossi, pretendidamente inhibidos por 40 años de dictadura. Este discurso oculta asimismo la flexibilidad que hoy se impone de hecho en todas partes, pero mis interlocutores afirman haber sido pioneros en este terreno.
Además de la valorización de lo que llamaré la experiencia del caos, mis interlocutores destacan la fuerza que les da la experiencia de otra lógica, y especialmente la experiencia del hundimiento. Bg. insiste en que, con sus condiscípulas de la reconversión profesional impuesta, tuvo que poner en cuestión muchas cosas, aprender a hacer las cosas de otra manera, una obligación, pero también una oportunidad, que no han tenido los alemanes de la RFA. No es extraño, por tanto, que todos ellos hagan gala de una gran serenidad en relación con los discursos alarmistas sobre la crisis, considerando que tienen una valiosa experiencia en este terreno. “Sé que cada crisis es un nuevo comienzo, que el sol sale y se pone”, dice H.
Se podría formular un resumen muy bíblico de las consideraciones de mis interlocutores: “Los últimos serán los primeros.” Quienes se han visto obligados a una “modernización para ponerse al día” porque supuestamente estaban rezagados, podrían convertirse en la fuerza motriz para el futuro. En cualquier caso, esto es lo que sugiere el título del ensayo de un sociólogo originario de la RDA, “Los alemanes orientales como vanguardia”.11/
En cualquier caso, no es un discurso nostálgico, que lamente la pérdida de beneficios asociados al sistema socialista, el que sostienen mis interlocutores. Lo que lamentan es la falta de movilización de activos de los que se sienten portadores y que creen que han aprendido de su experiencia del socialismo… y de su caída. No deploran lo que les ha dado realmente, o teóricamente, el socialismo, sino que no se reconozca lo que han hecho ellos del socialismo, la manera en que han transformado un proyecto abstracto en un “estar juntos” y un “saber hacer”, encarnados en la vida cotidiana, a menudo muy lejos de la imagen en “papel satinado” de la propaganda oficial (por ejemplo, el orgullo que inspiran la capacidad de “arreglárselas” y las redes de solidaridad frente a la penuria).
Los relatos muestran cómo pasaron del placer y/o del orgullo de contar con recursos inesperados para hacer frente a los desafíos de la transformación postsocialista, a la amargura de ver que muchos de estos recursos no se movilizaron porque los “dominantes” que impusieron las condiciones de este proceso no dejaron el margen necesario para aprovecharlos.
La idea del síndrome de miembro fantasma, asociada a la amputación del socialismo, está fuera de lugar. Mis interlocutores, más que contraponer dos sistemas, aspiran a conjugar dos universos, mantener vivos los valores transversales de ambos sistemas. El postsocialismo no es lo que triunfa cuando el socialismo ya no existe, sino lo que queda por inventar cuando el mundo bipolar ya no existe.
04/11/2019
http://www.contretemps.eu/unification-allemande-enquete/
Traducción: viento sur
Notas
1/ Estos sustantivos, estigmatizantes, reflejan agravios recíprocos; volveremos sobre ello.
2/ El corpus presenta un sesgo importante: todas las personas interrogadas siguen viviendo todavía hoy en los que se han convertido en los nuevos länder y convendría cotejar sus planteamientos con los de los compatriotas que han optado por ir a vivir en los länder de la antigua RFA, a fin de estudiar en qué medida la fractura que se observa es específica o no de un territorio. El importante porcentaje de retornos al país entre esta emigración interior es cuando menos un indicio que sugiere una dificultad de integración, generalizable a todo el espacio alemán.
3/ Entre los mandos de la policía, un año de ejercicio en los nuevos länder generaba entonces el doble de puntos para la jubilación.
4/ Anna Schwarz, Diverging patterns of informalization between endogenous and exogenous economic actors in the East German transformation process: results from a case-study in the IT-branch in Berlin-Brandenburg, FIT, Frankfurt (Oder), 2000.
5/ Esta excentricidad del espacio de trabajo también le convenía al poder en la medida en que estos inconformistas no podían contaminar a todo un colectivo de trabajadores.
6/ Esto formaba parte de la escenificación de la dictadura del proletariado.
7/ En la URSS había, lejos de las dos grandes capitales, islotes de relativa libertad intelectual.
8/ Esta asignatura está incluida en el programa de enseñanza secundaria.
9/ Juego de palabras a partir de la palabra alemana Osten, que quiere decir “este”.
10/ Esta expresión designa la distinción existente en el bloque soviético entre lo que se decía de la realidad y lo que esta era realmente.
11/ W. Engler, Die Ostdeutschen als Avantgarde, Aufbauverlag, Berlín, 2002.
[En estos tiempos de recapitulación de la unificación alemana, Myriam Désert, profesora emérita de la Sorbona que estudia desde hace tiempo las llamadas relaciones informales en Rusia y en Europa del Este, nos ofrece su estudio felizmente titulado “De un muro al otro”, de gran finura. En un intento de comprender las vivencias y percepciones de la unificación alemana entre una diversidad de habitantes de la antigua RDA, explica por qué no se ha dirigido a la gran masa de perdedores evidentes de la unificación, sino sobre todo a personas que, partiendo de perfiles y carreras distintas, esperaban salir ganando con dicha unificación. Myriam Désert descubre entonces y nos hace percibir el choque –inesperado según los tópicos dominantes– de identidades y expectativas derivadas de socializaciones diferentes, bastante más complejas que lo que suele decirse.]
***
Se ha podido glosar, con respecto a la caída del Muro de Berlín, el efecto de una simple sustitución de un artículo en el transcurso de los pocos meses que precedieron a dicha caída: el eslogan que expresaba una reivindicación democrática –“somos el pueblo”–(entiéndase: el pueblo somos nosotros), al convertirse en “somos un pueblo” (entiéndase: somos un único y el mismo pueblo), crearía la fórmula que daría pie a la reunificación alemana. Ahora bien, treinta años después de esta reunificación, lo que separa a los wessi (antiguos ciudadanos de la RFA) de los ossi (antiguos ciudadanos de la RDA)1/ sigue pareciendo más importante que lo que les une.
El presente estudio pretende esbozar las disonancias de la reunificación, o sea, de las emociones y percepciones que no han sido atendidas y que socavan el sentimiento de pertenencia común. Para captar el sentimiento de alteridad ridiculizada de los ossi, he optado por interrogar sobre su experiencia del proceso de reunificación a antiguos ciudadanos de la RDA ganadores más que perdedores, para retomar la categorización comúnmente utilizada. Es fácil imaginar el rencor y el sentimiento de exclusión de los perdedores, personas cuya vida cotidiana se ha visto profundamente afectada por la pérdida de garantías y protecciones de antaño (empleo, vivienda, acceso a cuidados). Pero ¿qué es lo que motiva la amargura de quienes han logrado mejorar su estatus social y han accedido al rango de clase media de la Alemania reunificada? ¿Qué es ese entredós (muros) en que se encuentran?
Las entrevistas que nutren este relato se han realizado con personas alemanas socializadas en la RDA, mayoritariamente de fuera de Berlín. Si bien los sujetos entrevistados tienen en común su pertenencia a un estrato educado, manifestaron actitudes diferentes con respecto al poder de la RDA. Es decir, el corpus, bastante homogéneo sociológicamente, no lo es desde el punto de vista político.2/
En todo caso, esta muestra no pretende representar el devenir ni la mentalidad del conjunto de los antiguos ciudadanos de la RDA. Sin embargo, pese a su falta de representatividad cuantitativa, permite poner de manifiesto la complejidad de los procesos que, tanto en Alemania como en los demás países del antiguo Bloque del Este, son menos unívocos que las imágenes a las que se ha querido reducir la salida del socialismo. Mi objectivo es, en efecto, mostrar las representaciones contradictorias que ha suscitado esta ruptura histórica entre quienes la han vivido en su propia carne.
El hilo conductor de las entrevistas fue cronológico, con el fin de sacar a relucir las dinámicas que movieron a mis interlocutores durante el período, un período que generalmente han optado por designar con el término habitual en Alemania –Wende (giro, cambio)– que tiene la ventaja de no invocar la idea de hundimiento. El objeto declarado de mi investigación era el análisis de la transformación desde abajo: mis interlocutores estaban así avisados de que yo recogía la palabra de los actores de sus destinos, lo que por supuesto es un sesgo, pero esto ha fomentado la confianza en el intercambio. De hecho, tienen en común un perfil psicológico de luchadores: “Lo que pueden ellos (los alemanes occidentales), yo también puedo hacerlo”, dice uno de ellos para resumir su estado de espíritu en el momento de la reunificación.
Si bien mis interlocutores comparten la misma determinación, la coloración de sus relatos varía con la edad. Treinta años parece haber sido la edad ideal para vivir el Wende: los entonces treintañeros del corpus describen esta sensación de que todo es posible con la que vivieron los primeros años del postsocialismo. Los cuarentañeros de entonces evocan más a menudo el esfuerzo que les costó su instalación en una nueva vida. En cuanto al más joven (tenía 13 años en el momento de la caída del Muro), califica a su generación de escéptica porque ha experimentado el hundimiento del mundo de los adultos, ha sido catapultada al vacío y encuentra poco a poco sus puntos de apoyo.
El itinerario que propongo es un mosaico compuesto por fragmentos tomados de varias entrevistas, tratando de no traicionar lo que percibí de quienes confiaron en mí y me concedieron de una a tres horas de su tiempo. En sus relatos, he dado preferencia a lo que se desvía de los tópicos dominantes sobre la salida del socialismo, destacando lo que fue más sencillo y lo que resultó más difícil de. Sin olvidar que este es un relato retrospectivo, reconstruido, pero que importa, ya que se trata para nosotros de entender cómo un estado mental actual se nutre de una experiencia vivida, aunque fuera rememorada.
De un sistema al otro: teoría y práctica
Caída y rebote
El 9 de noviembre de 1989, todos describen el choque de la sorpresa.
En una conferencia de prensa transmitida en vivo por televisión, el Secretario de Información del Comité Central del SED [Partido Socialista Unificado de Alemania, gobernante en la RDA], Günter Schabowski, acaba de declarar que se han adoptado nuevas disposiciones para los ciudadanos de la RDA que desean viajar a la RFA. H. (que vive en un pequeño pueblo de Turingia, no lejos de la frontera) está sola en su casa, sale a la calle mayor del pueblo, pensando haber entendido mal, ansiosa por saber qué hay de cierto. Al principio nada: el pueblo parece dormido… hasta que unos pocos salen y comparten su emoción. Luego viene la caravana de coches que se dirigen hacia la frontera. A partir de entonces, todo irá muy rápido, incluso si los relatos no dejan de ironizar sobre la lentitud de los vehículos, atrapados en gigantescos atascos. Nos arremolinamos ante las puertas de Occidente…
El caos
La primera tarde, lejos de Berlín, los guardias fronterizos no han recibido órdenes y no dejan pasar a nadie. H. describe la rabia de las personas que quieren pasar, los guardias que tratan de apaciguarlos. Ella cruza la frontera al día siguiente; deja a sus hijos a la custodia de los abuelos, que se inquietan: y si no le dejan volver… H. recuerda que, efectivamente, el sello estampado en los pasaportes decía “válido exclusivamente para salir del territorio”. Sin embargo, esto no detiene a nadie. Por lo demás, todo se acelera, las barreras que se levantaban y bajaban a cada paso permanecen ahora abiertas todo el rato.
La desobediencia también se precipita. B., oficial de policía, habla de la prohibición inicial a los miembros de la policía de pasar al otro lado, prohibición que se anula para un escalafón tras otro. Sin embargo, él decide no esperar a que su grado reciba la autorización para cruzar el Muro.
“Adelante sin mirar”
“Nach vorne weg!”, resume H. “Espera gozosa”, “hora cero”, donde todo es posible porque “lo que contaba, a partir de entonces ya no valía”, “todo se mueve, todo está por reinventar, es apasionante”. Es la borrachera de la Tierra Nueva que domina en los relatos. En el trasfondo, el viejo mundo se desmorona, aunque a hurtadillas.
H. cuenta cómo los comisarios del Partido se encogen allí donde ella trabaja. Sin embargo, añade que no era el momento de ajustar cuentas, que había otras urgencias: mantener la producción cuando prácticamente no había suministros… y también ocuparse de una misma, de lo que pasaba al otro lado. Incluso A., quien se entera de que un colega cercano ha hecho un informe sobre ella a la Stasi [policía política de la RDA], cuenta que no intentó exigir explicaciones al delator: “Todo estaba patas arriba, no valía la pena, había cosas mejores que hacer”.
Muy pronto, en efecto, la producción en las empresas se desmorona y comienzan los despidos. A., la última contratada de su departamento, es la primera en recibir la hoja azul (de notificación del despido). Dice que ni siquiera se inquietó en ese momento. En aquel entonces había poca competencia en el mercado laboral (recordemos que había casi pleno empleo en los países del Bloque del Este), excepto por los colaboradores de la Stasi, que por prudencia habían preferido abandonar las empresas que los empleaban tan pronto entendieron que se había dado la vuelta a la tortilla (ella lo cuenta así). Pronto entró a trabajar en una oficina donde todo había quedado como en suspenso: el empleado anterior, que había optado por escapar a través de Hungría durante el verano, se cuidó antes de irse de dejar todo en orden para no despertar sospechas. Sin que nadie le oriente, A. trata de poner orden en el caos de documentos contables abandonados, un recuerdo que le llena de orgullo porque le salió todo bordado.
H., que trabaja en el departamento de inventario, participa todos los días en reuniones en que se intenta establecer sobre la marcha un plan de contingencia para la empresa. Aguanta cuatro meses, hasta que decide buscar suerte al otro lado de la frontera, que está a cuatro kilómetros. “Necesitaba algo que tuviera sentido”, dice. Prueba de que en medio del caos sobrevivió cierto sentido del orden: pide una baja por enfermedad de tres días para explorar las posibilidades, incluso si –admite– nadie le habría pedido explicaciones. Encuentra trabajo nada más llegar: mientras consulta con el conserje de una empresa sobre las posibilidades de que la contraten, pasa el jefe de personal, se entera de su solicitud y la cita para el mismo día. En ese momento (marzo de 1990), el interés por el otro lado era grande, y esa era la única referencia que dio: “Vengo del otro lado”.
En aquellos primeros días, todo parece simple, al menos para quienes disponen de energía y curiosidad.
De una lealtad a otra
El tiempo pasa, mis interlocutores encuentran su sitio con mayor o menor facilidad.
Ni siquiera entre aquellos de mis interlocutores que eran miembros del SED se denota una hostilidad declarada al capitalismo que se les impone. “No deseaba el capitalismo, pero sabía que tendría más oportunidades”, dice G. “No mantengo una relación emocional con el capitalismo”, explica E., “es una estructura que funciona sin la gente, si esta no se opone. La producción tiene una lógica independiente de la sociedad.”
E. tiene temperamento de líder. Ha sido miembro muy activo de las estructuras de las juventudes comunistas y forma parte del pequeño equipo que se dedica a salvar el matadero donde trabaja. No se trata solo de encontrar salidas, sino también de pasar de un comercio mayorista a uno semimayorista, lo que exige, en particular, repensar el embalaje y, por tanto, la organización del trabajo de todo un sector de la empresa. Con ardor se entrega a esta nueva forma de pensar colectiva. La continuidad de la lógica es obvia: sigue siendo un jefe preocupado por el bien común.
No se siente confuso, sabe lo que es el capitalismo. Sin duda, lo sabe mejor que no lo que es el socialismo, bromea otro interlocutor, evaluando sus propios conocimientos. Y descubre que el capitalismo real no es diferente de lo que ha aprendido. En otro momento de su relato, E. dirá que Marx fue para él –no es un caso único en nuestro corpus– un guía excelente. Cree que le ha permitido vivir con plena conciencia este período de cambio. La empresa se salvará, pero pasará a manos de gente del oeste. E. la dejará de buen grado, cuando, viéndose menos útil, se sentirá cada vez menos ligado a ella. “Había llegado el momento de ocuparme de mí mismo, como todo el mundo se ocupaba de sí mismo”. Creará una empresa de servicios informáticos.
Bg., quien también está imbuida de la preocupación por el bien común, sigue una trayectoria completamente diferente, aunque también marcada por la continuidad del compromiso. Profesora de economía política en la Escuela de Policía, disuelta tras la reunificación, pudo acceder a un plan de formación cuyo nombre oficial es Umschulung (reescolarización) y que ella dice que vivió como Umerziehung (reeducación), una forma de decir que para ella no consistía tan solo en adquirir nuevos conocimientos. Cuenta que “siguió el juego”, apreció los intercambios con sus condiscípulos, originarios del este (todos ellos mandos cualificados, personal diplomático, oficiales del ejército, etc.), y con los enseñantes, procedentes del oeste.
Está encantada con la curiosidad de los profesores de Derecho (que preguntan sobre el derecho laboral de Alemania Oriental, motivo de orgullo para ella) y evoca con irritación a la profesora que pretendía convencerles de la irrelevancia del marxismo. Concluida la formación, encontró trabajo como contable en una pequeña empresa cuyo propietario era originario de la RFA y que, como sucedió a menudo a principios de la década de 1990, creó una empresa de servicios en el este. Bg. realiza su tarea concienzudamente, advierte al jefe de los riesgos de sus decisiones financieras (especialmente el sueldo que se atribuye), que solo pueden llevar a la quiebra, cosa que acabó sucediendo efectivamente. Ningún rencor ni indignación en su relato, es “triste desde el punto de vista económico”, dice simplemente. Manifestó ante su patrón la misma lealtad que caracterizaba su apego al antiguo régimen.
En estos relatos no hay mención alguna de un choque de culturas, la continuidad de las actitudes y posturas prevalece sobre la alteración del entorno socioeconómico.
De lo extrañamente familiar a lo penosamente conocido
“Extrañamente familiar”, constatan muchos de mis interlocutores con respecto del universo laboral que descubren. “No era otro mundo”, dice H. a propósito de la empresa que la contrata al otro lado. D., enseñante, que participa activamente en las asociaciones de escuelas del este y del oeste tras la caída del Muro, descubre que al fin y al cabo “en el oeste también se cuece con agua”… “pero destilada”, añade irónicamente su marido. A., contable, contempla números y maneras de contar e incluso conceptos que son los mismos y se sorprende de toparse con tan pocos problemas, ahora que ya solo depende de sí misma.
Si D., que ha creado una asociación artística junto con su esposo, admite permanecer ajena a la lógica contable, fue un amigo, un oficial que se benefició de una Umschulung, una reorientación como la de Bg., quien elaboró el plan de negocio cuando los D. compraron a la Treuhand (Agencia de Privatización) un antiguo restaurante para convertirlo en el espacio de su actividad cultural asociativa. Las cualificaciones de antes (el marido trabajaba de fotógrafo para una publicación de propaganda de la RDA destinada al extranjero) o las nuevas (adquiridas en el marco de la Umschulung) parecen aprovecharse armoniosamente al servicio del bien común.
H. está particularmente satisfecha en su nuevo empleo al otro lado. Dice que se siente como en una película y mira desde fuera lo que sucede alrededor. Un sentimiento de exterioridad que viene acompañado de un sentimiento de superioridad sobre sus colegas, que solo conocen un sistema cuando ella es capaz de hacer comparaciones. No duda en importar prácticas de su universo de origen, especialmente en las relaciones con la jerarquía: al mando intermedio que telefonea para quejarse de que no ha recibido esta o aquella pieza, le responde que el impreso de pedido no estaba rellenado correctamente. Esta desvergüenza parece molestar más a sus colegas en la base que al mando intermedio, quien, después de indagar con quién está hablando, exclama al enterarse de que ella es una trabajadora del otro lado recién contratada: “Todo se explica”. Todo esto no le perjudica: muy pronto, asciende un piso en el edificio y un escalón en la jerarquía y se convierte en la intérprete por medio de la cual el director hace descodificar los registros de equipamiento germanoorientales para saber si tiene sentido para él adquirirlo.
En todos estos relatos se celebra el cambio. Sin embargo, el placer se ve un poco enturbiado cuando a lo extrañamente familiar se agrega lo penosamente conocido. La siempre vigilante H. cuenta, mordaz, la impresión de déjà vu que experimenta al observar (y sufrir) la forma en que se practica el control de las normas ISO. Dice que encuentra la misma brecha entre lo que debe ser, transmitido al controlador, y lo que es en la producción diaria. Que el otro lado finalmente no es tan diferente es una buena sorpresa, pero que “no es mejor, no lo que dice que es”, es malo.
El rey está desnudo
Si uno no presta atención a los harapos del mendigo, dice V., no se percata de la ropa harapienta del que se hace llamar rey. Ahora bien, el liberalismo occidental nunca ha dejado de proclamar su superioridad, de ensalzar su atuendo. Y dado que la mayoría de mis interlocutores tienen el entusiasmo de los neófitos, o que su lealtad, que no quiere ser ciega, necesita motivos de apego, perciben de manera aguda las deficiencias de los cánones liberales.
Liberalismo de engañifa
El reconocimiento de la eficiencia, la meritocracia que esperaban, no acude a la cita. Señalemos que la crítica más severa al sistema liberal no proviene de quienes tenían miedo ante un mercado que genera una competencia exacerbada, una sociedad donde “se avanza a codazos”, según una expresión recurrente; emana de quienes esperaban un sistema en el que las cualidades y los resultados serían más valorados que en el sistema igualitarista que era el socialismo real.
Primera refutación de esta visión: el hecho de que tienen la impresión de que los mandos intermedios que les envía Occidente, lejos de ser modelos de eficiencia, son, por el contrario, personas poco eficientes de las que se deshacen enviándolas a los nuevos länder, o individuos más motivados por las ventajas otorgadas al expatriado3/ en que se convierten al cruzar el desaparecido Muro, que por el proselitismo. El hecho de que mis interlocutores no perciban que la nueva estructura de mando impuesta pertenece a la flor y nata de la élite de Alemania Occidental, no es tan solo un motivo de decepción. Alimenta la impresión de que el colonizador los tiene en baja estima y considera que los mandos de segunda selección son suficientemente buenos para ellos.
Otra desazón que se expresa a menudo: ¡se mofan de la racionalidad económica! O, en cualquier caso, no tiene nada que ver con la de mis interlocutores. He aquí una ilustración, tomada de un estudio4/ sobre las estrategias adoptadas por los autónomos instalados en los nuevos länder, que pone de manifiesto enfoques radicalmente diferentes. Los empresarios originarios del este se centran en el producto, razonan en términos de utilidad, de bien común una vez más, mientras que los que vienen del oeste se centran en las lógicas de red, de oportunidades que hay que aprovechar… sin tener en cuenta la utilidad colectiva.
La igualdad de oportunidades tampoco acude a la cita. Esto es lo que denuncia E. después de la quiebra de la empresa de servicios informáticos que creó. Se considera víctima de lo que los economistas califican de capitalismo de connivencia: explica su fracaso no por falta de cualificación, sino por falta de relaciones. Sus competidores pueden aprovechar su red de condiscípulos, surgidos desde las mismas instituciones de formación que ellos, y que él no tiene.
En general, mis interlocutores subrayan el cambio radical de lugar y de lógica del trabajo que les choca: el trabajo es a la vez menos central (la vida ya no gira en torno a la empresa y al colectivo de trabajadores) y más vital. En varias entrevistas, la pérdida del empleo se concibe como una amenaza existencial en el sentido de que priva a las personas de su sustento. Esta amenaza se compara a menudo –considerándola mucho más grave– con la que pesaba en la RDA sobre los inconformistas. Hablando de las medidas vejatorias (más tiempo de espera para la adjudicación de una vivienda, falta de promoción), L. comenta: “Era difícil, pero no tan trágico; hoy es muy existencial.” Es el mismo discurso que expresa C., quien, sin embargo, despedida de su empleo después de presentar una solicitud de autorización para emigrar, tuvo que realizar trabajillos para sobrevivir (confeccionaba ropa, que luego vendía en mercadillos).
Una democracia contra otra
Si el liberalismo económico se presenta ante estos conversos como algo que no se acerca ni de lejos a sus virtudes proclamadas, los supuestos atractivos de su vertiente política son objeto de una crítica todavía más acerba. La exaltación de una libertad hasta entonces desconocida, tópico dominante en las representaciones occidentales, apenas asoma en las entrevistas.
La única excepción es la libertad de movimientos, celebrada por todos, aunque dicen que antes no habían sufrido su ausencia, porque “no había necesidad”. F. gastó su Begrüßungsgeld (los 100 marcos entregados a cualquier alemán del este que cruzara la frontera en noviembre y diciembre de 1989) para hacer un viaje de ida y vuelta a París. Un autobús nocturno, un día para patearse París, una nueva noche de autobús y el regreso al trabajo agotada, pero con sensaciones intensas. “No pude subir a lo alto de la Torre Eiffel”, dijo, “por falta de dinero, ¡pero vi la luz de los impresionistas!”
Fenómeno inesperado, el relato de En., adolescente en el momento de la caída del Muro, que cuenta con deleite lo que sabe que fue una experiencia única: tener a su disposición fábricas vacías (zonas industriales abandonadas), “espacios de libertad increíble”, donde se embriagó de música y emociones estéticas. Paradójicamente, la desgracia de los adultos (desempleo masivo y fábricas cerradas) abrió un patio de recreo, un área de libertad sin precedentes para los adolescentes…
De forma igualmente inesperada, varios relatos deploran la pérdida de una libertad: la del derecho a la marginalidad. La opción de permanecer en el margen era finalmente más fácil en la RDA… y podía significar incluso una marca de distinción. Negarse a alinearse y a hacer carrera y preferir ser vigilante nocturno, encargado de calefacción o dedicarse a cualquiera de los trabajos sin perspectiva ejercidos en solitario,5/ permitía vivir… y era una opción valorada en ciertos medios. Preferir vivir de pequeños trabajos antes que instalarse es una opción de vida bastante más cara en la Alemania reunificada.
En lo que respecta a la dimensión política propiamente dicha, el atractivo de la democracia liberal es tanto más limitado, cuanto que la RDA agonizante conoció pasajeramente un modelo alternativo –las Mesas Redondas, espacio de debate– que de inmediato cayó en el ostracismo. Tanto por falta de combatientes (la urgencia de la supervivencia económica dejó muy pronto de dejar tiempo libre para la reflexión política) como por falta de apoyo proveniente de una Alemania Occidental que se apresuró a imponer su modelo haciendo adoptar la adhesión a la constitución de la RFA. Quienes militaron en aquel entonces por la invención de una democracia renovada se muestran particularmente amargados.
Nunca se valoran los derechos políticos. La libertad de expresión se minimiza, reduciéndose a la indiferencia de hecho cuando se refiere a los políticos, a una imposibilidad cuando se trata de ejercerla en el mundo del trabajo. “Puedo ir a cualquier parte y criticar a Merkel, porque a nadie le importa. Pero criticar al jefe de taller, eso no está permitido, cuando antes (= en la RDA) sí lo estaba.”6/
Ninguno de mis interlocutores siente que puede influir en las decisiones políticas. Votan, dicen, pero por obligación. Como en todos los países del bloque socialista, el sistema de partidos no suscita ningún entusiasmo. Se nota su escasa diferenciación, su obsesión por el poder más que por las necesidades de la sociedad. Ninguno de mis interlocutores es miembro de un partido; he aquí una justificación contundente: “Prefiero ser nada que cualquier cosa”. Y D., una comunista sincera en la RDA, admite haber hecho una elección pragmática y no programática: votó a la CDU [Unión Demócrata-Cristiana] en las elecciones municipales porque está satisfecha con el balance del alcalde de su ayuntamiento.
Incluso el compromiso se vive sin ilusión. C., militante activa de un movimiento pacifista en Rostock (que ha pedido la retirada de los soldados alemanes presentes en Afganistán), no se hace ilusiones sobre su efecto: la existencia de estos movimientos forma parte del “juego democrático” (sic). Esta académica tiene un pasado de activista comunista, acoge con agrado la apertura, que le ha permitido ampliar sus horizontes de lectura, le ha dado nuevas herramientas intelectuales y, al igual que E. convirtió su activismo en la lucha económica (para salvar su empresa), pone el suyo al servicio de los ambientes de la cultura alternativa. Lucha por su apego al combate por lo que le parece ser el bien común, con convicción… pero también consciente de los límites de su acción. “Necesitamos”, dice, “otro sistema para apuntalar la democracia.”
L. (probablemente el más decepcionado políticamente, pues fue el que más se involucró en los movimientos de protesta que precedieron a la caída del Muro) dice que ha reencontrado la devoción por el bien común –algo que todos consideran unánimemente que está ausente del espacio político–, para su gran sorpresa, en un club deportivo donde se convirtió en miembro activo en un barrio de Berlín occidental. Habla apasionadamente sobre las acciones que llevan a cabo, que no se limitan a la organización de competiciones, sino que también apuntan a rescatar a “jóvenes en riesgo”. Es en el medio asociativo, y no en el activismo político, donde encuentra la respuesta a sus aspiraciones políticas en sentido amplio.
Preguntados sobre su margen de maniobra, su espacio de juego según la expresión alemana (Spielraum), mis interlocutores son ambivalentes. Dicen que pueden esperar lograr más objetivos concretos (todos conocen el éxito profesional), pero no tienen la impresión de que puedan influir más que antes en su entorno.
Entre los obstáculos se menciona constantemente la multiplicación de las reglas, que se denuncia no solo como un límite a las libertades, sino también como una incongruencia que traba la eficacia. Dicho esto, proyectan sobre la Alemania reunificada (regador regado…) el tópico que suele asociarse con los regímenes del Bloque: ciudadanos encerrados en una coraza de reglas, en su mayoría absurdas. Bg. habla de una directora de escuela que tiene tantas tareas administrativas que realizar que no puede concentrarse en lo que debería ser su función principal: animar proyectos escolares, etc. Este tipo de comentario no es extraño para nosotros, pero llama la atención que la situación descrita se experimente como una degradación en comparación con la época de la RDA: es su experiencia actual lo que suscita en mis interlocutores la denuncia del formalismo, de la confusión entre fines y medios, no sus recuerdos de la RDA.
El problema no es solo la abundancia de reglas, sino también su lógica. G. expresa su apego a la disciplina, que tiene que ver con su pasado como deportista de alto nivel, al mismo tiempo que su consternación por la naturaleza obtusa de la normativa a que se enfrenta ahora. Quiere ampliar su vivienda, que también es su consulta quinesiterapéutica, y no entiende el rechazo de su proyecto de ampliación, debido a que prevé un espacio de actividad superior al 50% de la superficie total. Una vez más se plantea en este caso el argumento del bien común: ella lo hace para comodidad de sus pacientes, no para sí misma. ¿En nombre de qué lógica se le puede impedir obrar por el bien común?
El peso de la burocracia, que se dice que es propio de los países socialistas, se siente visiblemente como más pesado, más inhumano, en la Alemania reunificada. P. habla de “burocracia degenerada”, empleando el término (entartet) aplicado por los nazis a cierto arte… lo que parece indicar que existe una buena burocracia. A. lamenta que las administraciones no tengan un “sentido del servicio público”. Cuenta indignada la respuesta de un responsable de servicios de carreteras y caminos con el que trató de hacer valer las necesidades de los habitantes con respecto a un pasaje que conduce a uno de los condominios que gestiona: “Yo administro carreteras, no personas”, frase que según ella era impensable en la RDA.
Todas estas historias ilustran una buena voluntad y/o una lealtad decepcionadas. El éxito social de mis interlocutores no basta para convencerles de que el sistema impuesto tras de la caída del socialismo real responde a la imagen que pretende dar de sí mismo ni a las expectativas que había despertado en ellos.
Líneas de falla
Después de conocer la experiencia de los trastornos asociados al cambio de régimen, más fáciles de superar que lo que se habría podido pensar, veamos ahora las dificultades menos conocidas.
La queja de los malqueridos
Dos tópicos resumen los agravios mutuos: Jammer-Ossi (“alemán oriental quejica”) y Besser-Wessi (“alemán occidental sabelotodo”).
Sin recurrir necesariamente a estos calificativos estigmatizadores, todos mis interlocutores destacan la asimetría de la relación. Acusan a los alemanes occidentales de no interesarse por los orientales: “No éramos un tema digno de interés”. D. aparenta reírse cuando evoca a una niña pequeña de occidente que pensaba que el mundo se acababa al otro lado del Muro, pero está claro que este ninguneo le produce amargura. Los adultos también participan de este ninguneo: no tenían costumbre de ver la televisión del este y ni de tratar de imaginar la vida en el otro lado, había un prejuicio y ninguna necesidad de comprobar su veracidad.
En cambio, mis interlocutores mencionan en todos los casos su curiosidad, su visita a los antiguos länder, lamentan la falta de reciprocidad, incluso se mofan del temor que siguen teniendo algunos alemanes occidentales de cruzar la frontera ya abolida.
De hecho, muchos alemanes occidentales no conocen a ningún alemán oriental, mientras que lo contrario no es cierto. Hay un sustrato cuantitativo de este estado de cosas: la minoría tiene inevitablemente más contactos con la mayoría que a la inversa. Pero las estadísticas también son motivo de amargura: aunque los alemanes orientales representan solo el 20 % de la población, su representación en la élite (desde académicos hasta oficiales del ejército) no alcanza este porcentaje. El éxito político de Angela Merkel no cambia el cuadro: ella es el árbol que oculta el bosque, no la señal de una evolución.
La sensación de ser ciudadanos de segunda la tienen incluso los ganadores de la reunificación que son mis interlocutores. Les vejaciones son muchas, la lista de agravios es larga.
La desindustrialización de la RDA: su racionalidad económica suscita las mayores reservas. Y sus implicaciones indignan: “Nos han desangrado”, al parecer querían que nos contentáramos con el nivel de vida que tenían los alemanes occidentales después de la guerra. Pero mientras ellos tenían el Plan Marshall, nosotros pagábamos reparaciones de guerra a la URSS. Esta sensación de estar doblemente penalizados es a todas luces insoportable. Y los lamentos de los alemanes occidentales por la carga financiera que les supone la reunificación no conmueven a los del este.
Las cualificaciones de los alemanes orientales se han devaluado sistemáticamente. Ha habido un reemplazo de la estructura dirigente en el mundo industrial y académico: ya hemos mencionado la imposición de mandos jerárquicos cuyas cualificaciones no parecen evidentes para sus subordinados, molestos al ver que el exilio a los nuevos länder se ve recompensado con primas, como si trabajar con su población fuera un incordio cuyo inconveniente había que compensar. También se institucionalizó una estructura de tarifas diferente para las prestaciones: G., al rebelarse contra el hecho de que los servicios de quinesiterapia de especialistas graduados de la RDA se facturen a una tarifa menor que los de la RFA, recibe por respuesta: “Es normal, tenéis que aprender a trabajar”. F., investigadora en un instituto especializado en problemas de nutrición, inicialmente halagada por el interés, mezclado de curiosidad, que le dedican sus colegas occidentales, muestra su decepción al ver la incomprensión en los ojos de sus interlocutores a quienes intenta explicar su visión de la RDA, y luego su amargura al observar que a pesar de que elaboran conjuntamente proyectos de investigación, los miembros de Alemania Oriental se verán destinados a funciones menores.
Todas estas mortificaciones son tanto más dolorosas cuanto que se ha vivido en un régimen que disponía de toda una panoplia de distinciones (héroe del trabajo, etc.), que hacía que uno se sintiera reconocido, explica En.
A la devaluación, muy generalizada, se añade puntualmente la culpabilización. D. cuenta: 1990, profesora de secundaria, debe comparecer ante una comisión de lustración, como es obligatorio para quienes eran miembros del SED. Gran agitación en la escuela: muchos estudiantes se reúnen y claman su apoyo, cantan las alabanzas de una profesora que consideran excepcional. Sale entonces un funcionario que pronuncia un discurso en el que compara este acto de defensa de la profesora con el apoyo que los jóvenes nazis profesaban a Hitler, lo que obviamente es una forma de descalificarla.
La ecuación estalinismo-nazismo vuelve a menudo a la superficie para estigmatizar a los antiguos ciudadanos de esta RDA nacida de la integración en el Bloque impulsado por Stalin después de la guerra. Esta representación es diametralmente opuesta a la de mis interlocutores comunistas, que siguen empleando el término antifascista para hablar de los fundadores de la RDA y que me explican que, siendo niños en el momento de la fundación de este Estado, eran sensibles a la retórica antinazi de sus líderes y estaban ansiosos de unirse al partido para expiar la culpa de sus padres. En cualquier caso, al final de su relato, D., quien también explica que hubo colegas que fueron marginados en la época de la RDA, proclama que nunca más quiere vivir en un país en que uno pueda ser excluido por tener una opinión diferente del discurso dominante.
A los hechos probados se agregan las relecturas críticas. Acusan a los dirigentes que presidieron la transición de haber reproducido de hecho los patrones y las prácticas que denuncian como propias de la RDA. Mientras reprochaban a los alemanes del este ser asistidos, infantilizados por el paternalismo de los líderes del SED, establecieron, constatan mis interlocutores, modalidades de transición muy enmarcadas, que también infantilizan. Además, las diversas agencias que emitían certificados (que cabría calificar de buena conducta), bien para permitir que los maestros y el personal administrativo continuaran ejerciendo su profesión, bien para autorizar la privatización de tal o cual entidad (recordemos el caso de E., que no tenía derecho a privatizar, junto con sus colegas, la empresa que había ayudado a salvar del desastre), se comportaban como padres severos.
Al final, razonan algunos de mis interlocutores, la identidad que los alemanes occidentales atribuyen a los ossi es, de hecho, el producto de su propia forma de actuar. Si mis interlocutores reconocen que algunos de sus compatriotas muestran excesiva sumisión a la autoridad y falta de iniciativa, afirman que estos rasgos latentes se han acentuado debido al autoritarismo con el que Alemania Occidental dirigió la transformación de los nuevos länder.
El pasado revisitado
Estas vejaciones múltiples provocan una valoración en sentido contrario.
Los defectos del socialismo real se relativizan: claro que la economía de la RDA agonizante era caótica, pero no más que lo que acabó siendo con el Wende y su desindustrialización a rajatabla. Se esgrimen sus virtudes, bien sea su modernidad (cuya prueba que se menciona más a menudo es el pleno empleo de las mujeres, liberadas por las infraestructuras de custodia de los niños, mucho más desarrolladas en el este que en el oeste), bien su humanidad (Menschlichkeit). La constatación de la rigidez de los wessi alimenta la idea de un contraste entre el este cálido y un oeste frío. Esto se aplica sobre todo a las relaciones interpersonales, de las que se exalta su cordialidad en el este. Esto se extiende a veces a otras encarnaciones de la vida social: el espacio urbano con un discurso sobre las ciudades de la RFA como ciudades espectáculo, “todas iguales, bien ordenadas”, que “no están vivas”.
Sin embargo, no cabe hablar de una defensa y apología sistemáticas de la RDA, y las entrevistas también contienen críticas en tono más bien agridulce.
Así, en medio de sus reminiscencias emocionales, D., maestra y militante comunista convencida, dijo que no entendía, y retrospectivamente entendía aún menos, la censura intelectual que prevalecía en la RDA. Los ejemplos que menciona son paradójicos para el occidental acostumbrado a los tópicos sobre el totalitarismo soviético: ¿por qué su amiga filósofa solo pudo escribir una tesis sobre Schopenhauer yendo a la URSS, a Rostov del Don?7/ E ironiza sobre la prohibición, en vísperas de la caída del Muro, de la revista Sputnik, el Reader’s Digest de la prensa soviética, que reflejaba el cambio de rumbo que representaba la perestroika, que, como recordaremos, los dirigentes germanoorientales vieron con muy malos ojos.
Sin embargo, cuando dice que lamenta haberse identificado totalmente con su país y expresa sus sentimientos de culpa, describe con estas palabras la naturaleza de los mismos: de lo que se siente culpable es de no haber hecho más para conseguir que la RDA fuera distinta, de no haber querido expresar sus críticas más que solo en los marcos propuestos por el sistema. No se unió a las Mesas Redondas cuando la perestroika le interesaba mucho y, en plena vorágine de estos cambios, organizó… mesas redondas semanales con sus alumnos. Practicaba la microdemocracia, pero no se atrevía a probar la grande, salir a la palestra. Un buen ejemplo de las tensiones entre convicciones y lealtad, que deben ser escuchadas si queremos entender la angustia de estas personas, cuya sinceridad parece indudable.
Escuchemos lo que dice sobre su trayectoria (en parte ya descrita): a través de la asociación cultural que fundó con su esposo, intenta crear vínculos en su aldea, con motivo de las veladas de debate y las exposiciones; ha asistido a un curso de formación para convertirse en profesora de ética8/ y destaca su interés por la historia de las religiones, un interés muy arraigado, dice, en su primera infancia, cuando escuchó las discusiones entre su abuela comunista y su amiga, una ferviente creyente; participa activamente en un grupo de ayuda a alumnos con dificultades.
Obtiene muchas satisfacciones en su vida actual, dice, pero se habría “sentido mejor en la vida anterior”. Aunque es consciente de “vivir mejor”, se siente peor que antes, “le falta algo”. Lo que le complace de la existencia de su asociación, por mucho que las cuentas sigan en números rojos, es que ve en ella “algo bonito”. A lo largo de toda la entrevista, D. se esforzará por mantener unidas las convicciones del pasado y el deseo de vivirlas de manera diferente en el presente, y por quitar hierro a todas esas tensiones. Pero termina diciendo: “Lo que queríamos era conservar nuestro país y cambiarlo”.
La trayectoria de C. va por otros derroteros, paradójicamente. Si bien había presentado una solicitud de emigración antes de la caída del Muro, porque, a diferencia de D., no se identificaba en absoluto con el régimen, ahora defiende una RDA que, según ella, nunca le hizo sufrir concretamente. Justo después de la caída del Muro, ella y algunos otros crearon uno de los espacios de cultura alternativa en Berlín. Recuerda aquel “año de anarquía” en que todo era posible, “nada más había que tomar lo que una necesitaba”, y de este modo el grupo se apoderó de varios apartamentos vacíos para convertirlos en galería.
Después habla de la creciente presión de la lógica comercial y declara que el Estado debería hacerse cargo de la cultura, para protegerla de esta presión del mercado, lo que demuestra que no basta con rechazar el socialismo real para abrazar el liberalismo. Recuerda de irritación cuando todo Berlín Oriental tuvo que reemplazar sus buzones para adoptar el modelo del oeste, demostración particularmente irrisoria del expansionismo. Ironiza, con amargura, sobre la gentrificación de los lugares de la cultura alternativa, que la expulsó de “su territorio” de siempre, Prenzlauer Berg, que tuvo que abandonar porque no podía asumir el aumento del alquiler a causa de la avidez de todo Occidente por este barrio.
Estas dos historias ilustran cómo, a partir de presupuestos muy diferentes, se construye al final un sentimiento de pertenencia común que no existía antes de la Caída.
La nostalgia del nosotros
La pérdida más sentida que se pone de manifiesto en las entrevistas es, efectivamente, la de una pertenencia colectiva a un nosotros, “un nosotros (que) antaño ocupaba el primer puesto”. Muchas personas recuerdan con placer los sábados rojos, donde se dedicaban a tareas colectivas. D. evoca un “gran nosotros”, extendido a la comunidad nacional, donde según ella el trabajador podía hablar con el profesor universitario, donde todos iban a la ópera y, en resumen, donde las barreras sociales apenas se notaban. Cuando menciono el nosotros que constituye su asociación, ella responde que es solo una “isla de nosotros”. La dificultad de agregar los “pequeños nosotros” es un motivo recurrente. El repliegue sobre la célula familiar se vive como un encogimiento: “Antes el nosotros era más grande, hoy es el ‘pequeño nosotros’ el que prevalece”.
Es esta una visión inesperada del repliegue sobre la célula familiar. En respuesta a una alusión mía a la supuesta desconfianza en las relaciones interpersonales bajo el régimen del SED y la Stasi, se me opuso tres veces la constatación de una desconfianza mayor en la actualidad. Explicación: hoy se habla menos entre colegas de los problemas familiares por temor a que no lleguen a oídos de la jerarquía y pongan en peligro la carrera esperada (será más difícil confiar responsabilidades a alguien que se sabe que tiene que cuidar a un pariente enfermo, afrontar conflictos familiares, etc.). El repliegue sobre el “pequeño nosotros” no sería tanto el resultado de una progresión del individualismo como la merma de la confianza en el seno de la sociedad.
Esta nostalgia del nosotros, sin embargo, no conduce a la famosa Ostalgie,9/ en la que no se reconocen mis interlocutores, que dicen todos que no quieren volver al pasado. “La vida era bella entonces, también lo es hoy”, proclama K., quien admite al mismo tiempo que le gusta comprar algunos productos típicos de la RDA, pero porque los asocia con su infancia. Una nostalgia que no es más sospechosa que las tardes de Casimir de ciertos treintañeros parisinos…
La imposible reconciliación
¿Cuáles son los principales obstáculos a la formación de un sentimiento de pertenencia común entre alemanes del este y del oeste?
“Extrañamente extranjeros”
¿Cómo restablecer el vínculo después de más de 40 años de ruptura, conseguir que los supuestamente cercanos dejen de ser lejanos? “La RDA es el Estado en que he crecido; con la Bundesrepublik (la RFA) me identifiqué un poco al comienzo, pero ahora ya no.” Esta frase resume bien la trayectoria de desamor que hemos esbozado a través de los fragmentos que preceden.
Los alemanes occidentales no son vistos como miembros de una misma comunidad y más de un interlocutor dice que se siente más cercano a otras comunidades nacionales, como los checos (con los que se compartía el mismo nivel de vida y el mismo sistema en el momento de la Caída), o incluso los franceses (“más abiertos que los alemanes occidentales” [sic]).
Se perciben como extrañamente extranjeros: “Komisch, es curioso”, dice H. al comentar su constatación de que apenas hay diferencias en el empleo entre alemanes orientales y occidentales, pero que los grupos de afinidad rara vez se mezclan. Juntos en el trabajo, separados en la vida privada… Son, en efecto, más que códigos los que diferencian las relaciones interpersonales en el seno de las dos comunidades y dificultan las relaciones de afinidad.
He aquí una descripción de la relación de ayuda mutua que lleva a un análisis contrastado. En momentos de penuria, cuando necesitábamos algo concreto, hacíamos correr la voz, que pasaba de boca en boca hasta que llegaba a alguien que tenía acceso a una persona fuente y le hacía llegar el recado en nombre de la persona interesada, con la que no se establecía necesariamente una relación directa. Hoy, si necesitas ayuda, tienes que encontrarte con alguien, dice H., quien se siente indefensa en este tipo de cara a cara. Dice que no se siente tan “impresionada” como desarmada ante un “juego” que le resulta extraño (por ejemplo, crear cierta connivencia durante una partida de golf con la esperanza de entrar a formar parte de una red). En otras palabras: antes, en tiempos de escasez, el vínculo se establecía en un deseo común de compartir “lo que no teníamos”, ahora la voluntad de acceder a bienes simbólicos (promoción profesional, una plaza en una escuela de prestigio, etc.) pasa por la puesta en escena de compartir lo que debería tenerse en común, vivida como carente de autenticidad.
Otro ejemplo del desencuentro: varios interlocutores dicen que sufren bajo la obligación de verbalizar sus sentimientos, de argumentar constantemente, sobre todo en las reuniones de trabajo. Esta “costumbre” se experimenta como algo pesado, a menudo asociado al culto religioso de la Palabra, y siempre opuesto a la capacidad de ironizar y distanciarse, erigida en rasgo característico del este. Cuando me refiero al problema del “doble lenguaje”10/ en los países del socialismo real, H. afirma que todos sabían distinguir “lo que solamente se decía de lo que realmente se pensaba”, que no había necesidad de tanta palabrería para ubicar al interlocutor.
¿Son insuperables estas diferencias? “No sé cuántas generaciones harán falta para que nos alineemos y no sé si esto es bueno”, se pregunta H. La reacción más común consiste en valorar estas diferencias: mis interlocutores a menudo ponen de relieve la riqueza que les proporcionan su pasado y su trayectoria.
Las habilidades desdeñadas
La Beitritt, la adhesión a una Constitución que desdeñó las conquistas de la RDA, como ya hemos dicho, se vivió como una afrenta. Es cierto que la Alemania reunificada (re)descubre las prestaciones sociales, particularmente en el ámbito de la primera infancia: los más cáusticos se burlan de esa bicicleta que reinventan los wessi; K., magnánimo, comenta: “Hacemos como si nada, les dejamos creer que inventan algo nuevo.”
En términos generales, mis interlocutores, que como hemos visto solían albergar muchas expectativas con respecto al liberalismo, no dejan de lamentar las prisas con que se enterró la RDA. Todos deploran que no se hubieran tomado el tiempo para reflexionar sobre la manera de tener en cuenta las habilidades específicas que se habían desarrollado allí. “Podríamos haberlo hecho mejor con las habilidades disponibles.” La imposición de un modelo exógeno bloqueó la integración de las capacidades endógenas, para retomar la versión académica de esta constatación.
Entre las habilidades desdeñadas se incluye la capacidad de encontrar “remedios caseros”, de hacer alguna cosa con nada, como repiten constantemente. La escasez estimula, hace que la gente desarrolle la inventiva. Todos dicen que en la RDA lograron “salvar” la penuria, encontrar una vía de salida de cualquier situación difícil.
La otra virtud descrita, la flexibilidad, es fruto del mal funcionamiento de una economía que al final era más caótica que planificada, que requería adaptarse e improvisar sin cesar, y una movilidad social real que favorecía las reorientaciones. La mayoría de mis interlocutores han seguido trayectorias diversas, obteniendo diplomas a partir de funciones subalternas que habían desempeñado al salir de la escuela. Estas biografías en zigzag (sic) se consideran mejores que la linearidad que dicen que caracteriza las carreras profesionales en Alemania Occidental. Esta movilidad glorificada está en las antípodas de los tópicos occidentales sobre los ossi, pretendidamente inhibidos por 40 años de dictadura. Este discurso oculta asimismo la flexibilidad que hoy se impone de hecho en todas partes, pero mis interlocutores afirman haber sido pioneros en este terreno.
Además de la valorización de lo que llamaré la experiencia del caos, mis interlocutores destacan la fuerza que les da la experiencia de otra lógica, y especialmente la experiencia del hundimiento. Bg. insiste en que, con sus condiscípulas de la reconversión profesional impuesta, tuvo que poner en cuestión muchas cosas, aprender a hacer las cosas de otra manera, una obligación, pero también una oportunidad, que no han tenido los alemanes de la RFA. No es extraño, por tanto, que todos ellos hagan gala de una gran serenidad en relación con los discursos alarmistas sobre la crisis, considerando que tienen una valiosa experiencia en este terreno. “Sé que cada crisis es un nuevo comienzo, que el sol sale y se pone”, dice H.
Se podría formular un resumen muy bíblico de las consideraciones de mis interlocutores: “Los últimos serán los primeros.” Quienes se han visto obligados a una “modernización para ponerse al día” porque supuestamente estaban rezagados, podrían convertirse en la fuerza motriz para el futuro. En cualquier caso, esto es lo que sugiere el título del ensayo de un sociólogo originario de la RDA, “Los alemanes orientales como vanguardia”.11/
En cualquier caso, no es un discurso nostálgico, que lamente la pérdida de beneficios asociados al sistema socialista, el que sostienen mis interlocutores. Lo que lamentan es la falta de movilización de activos de los que se sienten portadores y que creen que han aprendido de su experiencia del socialismo… y de su caída. No deploran lo que les ha dado realmente, o teóricamente, el socialismo, sino que no se reconozca lo que han hecho ellos del socialismo, la manera en que han transformado un proyecto abstracto en un “estar juntos” y un “saber hacer”, encarnados en la vida cotidiana, a menudo muy lejos de la imagen en “papel satinado” de la propaganda oficial (por ejemplo, el orgullo que inspiran la capacidad de “arreglárselas” y las redes de solidaridad frente a la penuria).
Los relatos muestran cómo pasaron del placer y/o del orgullo de contar con recursos inesperados para hacer frente a los desafíos de la transformación postsocialista, a la amargura de ver que muchos de estos recursos no se movilizaron porque los “dominantes” que impusieron las condiciones de este proceso no dejaron el margen necesario para aprovecharlos.
La idea del síndrome de miembro fantasma, asociada a la amputación del socialismo, está fuera de lugar. Mis interlocutores, más que contraponer dos sistemas, aspiran a conjugar dos universos, mantener vivos los valores transversales de ambos sistemas. El postsocialismo no es lo que triunfa cuando el socialismo ya no existe, sino lo que queda por inventar cuando el mundo bipolar ya no existe.
04/11/2019
http://www.contretemps.eu/unification-allemande-enquete/
Traducción: viento sur
Notas
1/ Estos sustantivos, estigmatizantes, reflejan agravios recíprocos; volveremos sobre ello.
2/ El corpus presenta un sesgo importante: todas las personas interrogadas siguen viviendo todavía hoy en los que se han convertido en los nuevos länder y convendría cotejar sus planteamientos con los de los compatriotas que han optado por ir a vivir en los länder de la antigua RFA, a fin de estudiar en qué medida la fractura que se observa es específica o no de un territorio. El importante porcentaje de retornos al país entre esta emigración interior es cuando menos un indicio que sugiere una dificultad de integración, generalizable a todo el espacio alemán.
3/ Entre los mandos de la policía, un año de ejercicio en los nuevos länder generaba entonces el doble de puntos para la jubilación.
4/ Anna Schwarz, Diverging patterns of informalization between endogenous and exogenous economic actors in the East German transformation process: results from a case-study in the IT-branch in Berlin-Brandenburg, FIT, Frankfurt (Oder), 2000.
5/ Esta excentricidad del espacio de trabajo también le convenía al poder en la medida en que estos inconformistas no podían contaminar a todo un colectivo de trabajadores.
6/ Esto formaba parte de la escenificación de la dictadura del proletariado.
7/ En la URSS había, lejos de las dos grandes capitales, islotes de relativa libertad intelectual.
8/ Esta asignatura está incluida en el programa de enseñanza secundaria.
9/ Juego de palabras a partir de la palabra alemana Osten, que quiere decir “este”.
10/ Esta expresión designa la distinción existente en el bloque soviético entre lo que se decía de la realidad y lo que esta era realmente.
11/ W. Engler, Die Ostdeutschen als Avantgarde, Aufbauverlag, Berlín, 2002.
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